Amor al cien por ciento
He cometido un error terrible.
Me curé y parece que me casé con alguien anoche.
Y ahora estoy preocupado que nunca más la veré. O quizás estoy preocupado de que la volveré a ver. No estoy seguro cuál es peor.
No se cuantos años tiene, dónde vive o su apellido.
No soy el tipo que le echa la culpa a otros por sus errores, pero si tuviera que apuntar un dedo, sería a Carlos Reyes. Lo único que necesitas saber sobre él son dos cosas: Uno, es el cantante principal de una banda nocturna que toca los Lunes en el resort donde me hospedo. Dos, es una mierda de hombre.
Él es algo así como mi guía aquí en Cancún. Y no me importa decir que no uno muy bueno.
La noche partía en el pequeño bar que está al lado de la piscina principal llamado Aztlán, que según Carlos significaba “lugar de la blancura”, nombre irónico para un bar pensaba yo. Era el único lugar del resort en que habían cabritas saladas con camarones ecuatorianos salteados juntos. Ambos me fascinan. Obviamente no te los sirven juntos, pero habían veces en que no sabía por cuál partir así que me iba por ambos. Todo esto lo bajaba con Coronas heladas o de repente con pequeños shots de Tequila.
“Debemos tomar,” Carlos exhalaba, pasándome mi tercer shot de tequila. “Por ser patéticos.”
Ha estado deprimido desde hace unos días, no más de lo que lo conozco, porque su polola terminó con él. Se tomaba unos shots de tequila y lo único que hacía era hablarme de ella.
“Me debí haber casado con ella, mano,” continuaba, bajando su cabeza. “Solo tienes una oportunidad al amor perfecto.”
Después de comer, mientras se ponía su chaqueta de cuero negro, Carlos sugirió que fuéramos a tomar.
“No es eso lo que hemos estado haciendo todo el rato?”
“Esto no es tomar, yo te enseñare. ¡A lo mexicano!” Respondía.
Evidentemente, tomar a lo mexicano significaba vomitar bajo una mesa, orinar en la piscina, pelear con un cabro chico, y apagar tele en el medio del lobby del resort. Porque eso fue justamente lo que Carlos hizo en un lapso de tres horas.
“Párate.” Lo cacheteaba. Mientras lo arrastraba hacia unos sillones “Te van a wear acá.”
“Sigue sin mí,” murmuraba. “El tequila te necesita.”
Aún en su borrachera, él trataba de hacerme reír. Mientras trataba de levantarlo a los sillones, ahí fue cuando vi a la mina con la que me iba a casar.
Ella iba acompañada por una decena de turistas, todos con facha de europeos, eslavos probablemente. Reconocí entre el grupo a un tipo gringo que conocí el día anterior en el bar de la piscina. Me preguntó si mi expansión en mi lóbulo izquierdo me dolió.
“No, para nada.” Contestaba casi automático, obvio que dolió, ¡es un hoyo de casi 7 mm en la carne!
Me acerque a hablarle y me presentó a sus amigos. La única palabra que recuerdo fue “Mischa.”
Me recordaba a la actriz de Everwood, por alguna razón nunca me gustó esa serie. Era alta, con pelo ondulado y oscuro, ojos azules y risueños, y unos labios pequeños apartado muy leve para mostrar una perfecta corrida de dientes blancos. Al tiro cuando la vi, me gustó.
“Va a estar bien?” Preguntaba, apuntando a Carlos.
“Si, está con el corazón roto.”
“Desearía que cuando mi corazón esté roto, esté así.”
“Si, en verdad se ve demasiado feliz para alguien que perdió a su amor perfecto.”
“Yo nunca he tenido un amor perfecto,” ella decía con un acento raro. “Ni siquiera sabría reconocerlo.”
“No necesitas reconocerlo. Solo lo sabes.”
Algo que he aprendido por carretear con grupos grandes de hombres – aparte de cómo jugar Winning Eleven ebrio – es que los grupos se mueven a la velocidad del miembro más lento. Y considerando que casi todo el grupo de Mischa estaba ebrio, no se iban a mover a ningún lado pronto. Así que sugerí escaparnos, tratar de buscar algo entretenido que hacer, y después volver.
“¿Y qué pasaría con Chico Enamorado acá?” preguntaba, apuntando nuevamente a Carlos.
“Puede tocar el violín. Toda cita necesita un violinista.”
Miró a sus amigos, luego me miró y me sonrió. Nos fuimos sin decir nada, con Carlos tambaleando detrás.
“Es difícil ser amado,” comenzó a cantar. “ooo, estoy simplemente desolado.”
“Con razón ella terminó con él.” Mischa se reía. Me gustaba ella. Pero para estar solo con ella tendría que perder a mi guía infeliz. Sé que lo va a entender – o más probablemente, olvidar. Así que en cuanto pude lo mande a su habitación.
Mientras me despedía, Carlos agarro mi chaqueta.
“No le digas no al amor,” murmuraba. “O serás patético como yo.”
“Siento pena por él,” Mischa decía mientras nos íbamos.
“No te sientas mal por él. Ser patético es algo así como un estilo de arte para él. Por lo que conozco de él, logra ser el peor en todo; el peor cantante, el peor ebrio, el peor pololo.”
“Supongo que hay dignidad en eso.” Ella decía.
El bar central del resort, en una noche de fin de semana, era una locura. Miles de botellas vacías en las barra, parejas tiradas en el suelo y hordas de jóvenes ebrios zigzagueando en el patio. No hay maldad en el aire, solo un sentido de descontrol.
Mischa y yo encontramos un refugio en un pequeño costado de la barra de la parte menos llena. Ella era de Polonia y había recién salido del colegio. Su madre era española y era la razón por la que sabía hablar tan bien español. Eso fue todo lo que pude aprender antes de que un gringo rubio se nos acercara. Tenía un overcoat desabrochado y una mochila en su hombro.
“Ok, ok,” soltó con un español pésimo, interrumpiendo nuestra conversación. “¿De dónde eres?”
“Chile,” respondí educadamente.
“A que bien.” Replicaba instantáneamente, como si eso fueran palabras mágicas para hacer que me cayera bien. “¿Y puedo preguntar si son amigos o más?”
“De hecho somos novios, le he pedido matrimonio hace un rato.” Contesté, esperando extinguir cualquier esperanza de jotearse a Mischa.
“Esto ser noticias sagradas.” Sonreía. Casi todos los gringos que hablaban más de 3 palabras en español lo hacían bastante bien. Este hablaba como si hubiera aprendido de un manual o de tarjetas de presentación. “¿Por cuanto medida de tiempo juntos ustedes?”
“Siete años,” Mischa contestaba, siguiéndome la corriente. “¿Puedes creer que se demoró tanto? Siento que tiene miedo al compromiso.”
Definitivamente para guardarla.
“Eso es porque siempre me molesta por mis hábitos de tomar y mi pasado”
“Yo poder ayudar,” decía el tipo. “Yo poder ayudar. Mi nombre Jack. Y yo darle matrimonio santo a ustedes.”
“Eso será genial,” le decía. Era la oportunidad perfecta para hacer una conexión con Mischa.
“Ok, ok, necesito argollas para ceremonia,” Jack decía mientras se sacaba su mochila y se ponía a buscar. “¿Estás segura?”
“Es mi sueño hecho realidad,” Mischa decía suspirando.
“Ok,” Jack seguía. “Esto servir.” Sacó una botella de vodka de su mochila y la destapó y le sacó el aro alrededor de la tapa.
“Espera, espera.” Sacó su llavero, le arrancó las llaves y se las guardó solo para quedarse con el aro.
Parecía tan intencional, tan determinado, tan excitado. Disfrutamos viendo el show. Fue como si fue mandado por una fuerza mayor para entretenernos y prevenir lo incomodo que es dos personas que se gustan, estar juntos por primera vez.
Dijo algo a los dos tipos que habían atrás de él, y se pusieron uno a cada lado de él. Aclaró su garganta y comenzó:
“Estamos aquí reunidos para unir a esta pareja en matrimonio santo, ok, ok. Pareja les doy alegría para eternidad. Su amor es como el sol en la mañana. Es luz del mundo.”
Al principio pensé que estaba haciendo el payaso para entretenernos. Pero mientras seguía, parecía estar luchando, con toda la sobriedad y poesía que lograba sacar a flote, para hacer el momento importante.
Después de cinco minutos de habla, pescó el aro de llavero y me la puso en el pulgar, y me dijo: “¿Tú tomas esta mujer para ser tu esposa en santo matrimonio? Garantizar amar, honor ella, protegerla hasta muerte hacer separar? Garantizar amarla y solo ella en salud y no salud, ok, ¿ok?
“Ok.”
“¿Y tú tomas este hombre en ser tu esposo en santo matrimonio? Garantizar todo lo que le dije a él, ok, ¿ok?
“Ok.”
“Ahora ser esposo y esposa,” casi gritaba. “Puedes besar a tu esposa.”
Mientras Mischa y yo tirábamos, quería darle mis gracias a Jack, que estaba ocupado sacando algo de su mochila.
“Yo insisto en placer de darles su primer regalo de bodas, ok, ok,” él dijo. Luego nos pasó un bombón forrado en papel brillante plateado y azul, y partió otro monólogo romántico lleno de oks.
Le dijimos gracias por la pasión entregada en la ceremonia. Mientras se sentía orgulloso de sí mismo, sacaba de su mochila un cuadernillo y un lápiz.
“Favor darme sus direcciones de mails, ok, ok,” dijo.
Los dos se lo dimos, pensando que quería hacer amigos nomas.
“Asegurar que sus nombres estén enteros y correctos.”
Dobló el papel y lo guardó en su bolsillo, luego sonrió y anunció: “Yo mandar certificado de matrimonio a mails, ok, ok.”
Me asusté un segundo, pero me di cuenta que quizás significaba una tarjeta de felicitaciones. Realmente se está creyendo toda esta farsa. “¿Qué quieres decir?” Pregunté, solo para estar seguro.
“Yo ser ministro de paz, claro,” dijo, como si fuera obvio. “Tener certificación con iglesia. Estar bien, aceptamos todas las religiones.”
Mischa y yo simplemente nos miramos, con el mismo pensamiento en nuestras cabezas: ¿Qué hemos hecho?
Pero, extrañamente, ni uno de nosotros le dijo que no preparara los certificados. Estaba tan orgulloso de sí mismo, como un niño que cagó por primera vez en un water, y no queríamos decepcionarlo. Y si en verdad era un ministro, como seguía insistiendo, ya era muy tarde de todas formas.
Le conseguimos a nuestro ministro una botella de Corona, y nos escapamos para ir al lounge de arriba. Era la primera cita más romántica del mundo – y ojala no la última primera cita.
Ya no había razón para quedarse ahí, ya que no teníamos ganas en hablarle a nadie más, así que partimos para buscar más aventuras.
Cuando pasamos por el lobby, vimos a los amigos de Mischa parados donde mismo los dejamos. Hablamos con ellos unos minutos, pero la conversación fue incómoda. Ellos habían estado parados ahí, haciendo nada, mientras nosotros habíamos pasado por mucho. Nuestras vidas habían, posiblemente, cambiado completamente. Así que una vez más nos escapamos.
Ella puso su mano suavemente con la mía mientras caminábamos hacia las habitaciones como una pareja en su luna de miel. Arriba, colapsamos a la cama. Era obvio hacia donde estaba esto acercándose.
Era tan obvio, que por primera vez en la noche, Mischa se empezó a poner nerviosa.
“Lo he pasado increíble,” decía entre besos.
Mi corazón se aceleraba. Yo igual. Ella continuaba: “Esta noche ha sido demasiado perfecta. No puede ser verdad.”
Nos besamos de nuevo. Después: “Me tengo que ir.”
Y después: “Esto es mucho.”
Finalmente: “Sabía que ibas a intentar hacer esto.”
Era claro lo que estaba pasando. El espectro del sexo había creado roles de genero para nosotros. Yo era un hombre, acercándome al placer, y ella una mujer, alejándose del dolor. El mismo miedo que tienen los hombres de acercarse a las mujeres, muchas mujeres lo tienen al acercarse al punto de tener sexo con un hombre.
Y esto no es solo por repercusiones biológicas – embarazo, parto, crianza – pero porque la mayoría de las mujeres ha sido en algún punto engañada por un hombre. Así que antes de que ellas arriesguen entregarse por completo a las emociones poderosas que tienen poco control sobre, ellas quieren asegurarse estar con alguien que está siendo honesto con ellas, que las respete, y que puedan devolver lo que ellas les entrega – ya sea por una noche o una vida entera. Lo que las mujeres secretamente quieren es tirarse al fuego cuando sienten amor sin salir quemadas, cicatrizadas o dolidas. Pero hasta que los científicos inventen un condón emocional, es típicamente el trabajo del hombre reasegurarle antes, durante y después que ella está haciendo una elección correcta. No con lógica, sino con sentimientos.
“Antes de que te vayas,” le dije a Mischa. “Deja contarte una historia.”
“La historia no es mía. Es sobre un hombre y una mujer, que un día al azar, pasan y se ven. Ambos intuyen inmediatamente que el otro es cien por ciento la persona indicada para el otro. Y, como por algún milagro, ambos arman el valor para hablarse.
Ellos caminan y hablan por horas, y se llevan increíble. Pero gradualmente, una pequeña duda se asombra en sus corazones. Parece todo demasiado bueno para ser cierto. Así que para estar seguros que deben estar juntos, deciden alejarse sin intercambiarse forma alguna para comunicarse y dejar que el destino decida. Si se vuelven a encontrar, entonces sabrán que son el amor cien porciento para cada uno y se casaran ahí mismo.
Un día pasa, semanas pasan, meses pasan, años – y no se vuelven a encontrar. Eventualmente ambos empiezan a salir con otras personas, que no son su amor verdadero. Muchos años después, se vuelven a encontrar en la calle, pero mucho tiempo ha pasado y no se reconocen.
“Verás,” le decía a Mischa después. “La pareja tuvo suerte de que el destino dejó que se encontraran una vez. Pero cuando dudaron sus sentimientos, fue como romper un billete de lotería ganador, y esperar otro para asegurarse de que uno debería ganar.”
Después hubo un silencio. La metáfora había funcionado. Pasamos la noche juntos hablando sobre nada pero disfrutando cada palabra, tirando pero no teniendo sexo. Ahora no solo estaba en deuda con Jack por el matrimonio, también estaba en deuda con el escritor japonés Haruki Murakami por la noche de bodas.
En la mañana, mientras estaba acostado en un estado de semiinconsciencia, Mischa se despidió con un beso. El resort por muy grande que fuera, era obvio que nos íbamos a volver a ver, así que dijimos que en la noche nos juntábamos. Pasé la tarde pensando en ella y en nuestra inesperada conexión.
Esa noche en el bar central, tocaban una de las mejores bandas bailables de Cancún, como me había dicho Carlos. Y como toda noche, el alcohol fuerte, la música alucinante, el aire costal, y la cantidad abrumadora de gente, me llegó, y me entregue a lo que la noche me tenía preparado.
Comenzó mientras pedía mi enésima Corona, cuando una voz de mujer a mi izquierda preguntaba, “¿Hablas inglés?”
Me di vuelta para ver a una niña pecosa con pelo corto rubio, vestida en botas, calzas y una chaqueta blanca con unas rayas plateadas.
La conversación rápidamente se convirtió en historias de aventuras sexuales, y empezó a hablar de cómo había besado a otra chica hace poco. Pronto me di cuenta que el motivo de la historia, no era simplemente compartir, sino excitarme.
Y funcionó.
Mientras salíamos del bar, una mujer le tocó el hombro a ella. Me di vuelta para ver a Mischa parada ahí.
“Me voy yendo,” dijo en inglés fríamente. “¿Vienes conmigo?”
“Si,” le contesto, y después a mi: “Mi amiga no es tan rota siempre. Perdón. Gusto en conocerte.”
Todo pasó tan rápido e inesperadamente que no tuve tiempo para explicarle a Mischa. No tenía idea que ella estuvo en el bar todo el rato, como ella tampoco tenía idea que yo estaba ahí – hasta que me vió a mi tirando con su amiga. Supongo que no había nada que le podía decir, excepto que tenía razón cuando dijo que conocerme fue demasiado bueno para ser verdad. Ya le había hecho daño.
Y ahora estoy sentado en el vuelo de Cancún a Santiago, repitiendo cada momento en mi cabeza. No tengo idea de cómo encontrarla – o si de verdad estoy casado con ella. Todo lo que tengo para recordarme de ella, es el chocolate plateado con azul que tengo en mi bolsillo.
Días pasaron, semanas pasaron, meses pasaron, y nunca escuché de ella. Pero aun así no puedo sacármela de mi mente. Mi alegoría se me devolvió y de alguna forma estoy convencido de que somos la viva imagen de la historia de Haruki Murakami.
La trato de buscar en Facebook, pero hay demasiadas Mischas viviendo en Polonia. Y el certificado de bodas prometido aún no llega, que es más una decepción que un alivio.
Guardo el chocolate en mi escritorio como un recuerdo de mi culpa, de mi susceptibilidad a mis bajos impulsos, del hecho que fui yo y no ella que rompió el billete de lotería ganador que nos fue entregado.
Y un día, después de un año, en un viaje de verano a Viña del Mar, la veo – mi chica cien por ciento perfecta. Está en un bar costero, sentada en una mesa tomando con amigas.
La palabra “Esposa” explota de mi boca. La conversación en la mesa se detiene, y todos se dan vuelta a mirarme.
“¡Esposo!” Ella grita, con una sonrisa grande en su cara.
Me uno a ellos, y las horas pasan. Eventualmente, somos los dos solos de nuevo.
He conocido a hartas minas desde que la conocí. Y ella me dice que está en una relación seria. Y aun así, nos llevamos perfectamente.
“Perdóname,” digo finalmente, “sobre tu sabí que, besarme con tu amiga. Eso fue súper tonto de mi parte. Me he arrepentido todos los días.”
“Eres solo un hombre,” Ella suspira.
“Eso significa que mi comportamiento se excusa por mi genero, o estás decepcionada porque actué como un tipo cualquiera?”
“Supongo que ambos.” Veo sus labios tomar su vodka con jugo de arándanos. “Te debería haber dicho que tenía un novio cuando te conocí.”
“¿Es la misma persona con la que estás ahora?”
“Si. Pero no es amor perfecto.”
“Entonces, ¿porqué sigues con él?”
“Supongo –“ ella pausa, piensa, decide “– porque es amor conveniente.”
Una hora más tarde, nos encontramos en la pieza en la cual me estoy quedando. Le muestro el pescadito dorado muerto que la dueña de casa, Cony, guarda en alusa foil en el freezer, y después cansados y mareados, nos dormimos en el sofacama.
En la mañana, hicimos el amor por primera vez. Es perfecto. Nos dormimos después en los brazos del otro.
Cuando despierto, ella no está. Buscó en el living, cocina, o baño por alguna nota. No hay. Una vez más, no tengo como comunicarme con ella. Y tengo un presentimiento que es así como ella lo quiere.
El problema con el amor cien porciento perfecto es que a veces es inconveniente.
De vuelta en Santiago, un mes más tarde, me entrego en la tentación. He estado estudiando toda la noche y no tengo nada que comer. Comienzo a sacar el papel plateado con azul del regalo de bodas que Jack nos regaló. Pequeños trozos pálidos de chocolate caen al suelo. El bombón se ha puesto añejo con el tiempo, perdido su forma, y descolorido de un café a un gris incomible. Ya no hay razón para guardarlo. Solo atraerá bichos.
Por Pedro López Barahona
