Experiencia al oído del padre

De a poco el tiempo se nos pasa. Miras hacia atrás y comienzas a ver qué llevas hecho en tu vida. ¿Cuántos amaneceres disfrutaste? ¿Cuántas veces acariciaste a algún perro perdido que estaba deseoso de afecto y feliz de verte? Piensa en las oportunidades en que no tomaste en cuenta a quien te quiso hablar. Estabas cansado, es verdad; pero ¿acaso ahora no darías todo por aprovechar y recuperar ese tiempo y esos momentos?

Tus hijos ya están grandes. Tú los has visto crecer y ellos a ti envejecer. Ya no eres aquel superhombre que todo lo podía resolver. No eres ya el sabio a quien se le creía y respetaba todo lo que decía. Sin embargo ellos saben que ante todo sigues ahí, como el padre paciente y orgulloso, dispuesto a darlo todo por ellos.

Tu mujer ya no es la de antes. Es tu amada, tu amante y todo lo que alguna vez fueron, pero el fuego de la pasión poco a poco se ha convertido en la incondicionalidad del compañerismo, de la vida en común y de los besos con más amor que ardor.

Los errores que hayas cometido ya están ahí. No puedes borrarlos, algunos los compensaste, otros permanecen en el mismo lugar como cicatrices, tapados bajo la capa del tiempo, creando cada vez más surcos y arrugas en las expresiones de tu cara.

Ya no importa que pasó. Lo que alcanzaste a terminar son obras tuyas y de todos quienes te dieron la mano en el camino. Nada de lo que obtuviste fue por medio absolutamente propio. La sabiduría de la edad debería demostrártelo.

Las cosas que no hayas terminado ahí quedarán, como parte de tu legado, como croquis de un dibujo o páginas en blanco de un libro.

Por Pedro López Barahona