Moloku
Eran cerca de las nueve de la mañana. De pronto, el rumor de la llegada de los soldados rebeldes recorrió el barrio. Hacía tres meses que los guerrilleros del Congo estaban saqueando todo cuanto podían para abastecerse; las tropas de la ONU les estaban aguando la fiesta y no podían conseguir recursos de otra forma.
Moluku se despertó agitado, transpirando como cada amanecer de verano, con los ojos buscando la sombra para acostumbrarse de a poco a la luz que entraba por la ventana de su cuarto. Cuando vio a su madre con una bolsa de ropa en las manos y corriendo hacia la cocina para preparar algo de provisiones, comprendió que nuevamente las cosas marchaban mal. Recién hacía dos semanas que habían encontrado él y su familia una casa donde habitar. No pagaban un alquiler porque pertenecía a un viejo tío de la familia que había muerto a manos de los rebeldes y que les había dicho que podían vivir ahí de ser necesario.
Los gritos en la calle hicieron que el sueño abandonara rápidamente la cabeza del joven, para estar atento y alerta ante cualquier cosa. Sus dos hermanas pequeñas lloraban arrinconadas en el baño, y su madre continuaba con su afán de prepararse para huir. Las sombras de la gente que corría por el frente de la casa se dibujaban en un baile sin término y algunas de vez en cuando paraban sólo para caer al suelo, presa de las balas que corrían por todos lados en búsqueda de víctimas.
De pronto, cuando ya estaba lista, la madre de Moluku tomó de la mano a sus dos pequeñas y con un saco mediano en la espalda llamó al joven con un grito desesperado, para emprender juntos el escape del lugar. Todos juntos salieron a la luz del día, entre quejidos y cadáveres esparcidos por el suelo. Cientos de amigos miraban a “molu” (como apodaban en muestra de cariño al joven) pidiendo ayuda, recordándole el partido de fútbol que habían ganado el día anterior y que los había confirmado como un equipo, un grupo de personas que se acompañaba en la victoria y la derrota. Los ojos marrones apuntaban a todos lados, mientras de las bocas sanguinolentas el ruido de la muerte llamaba fuerte al cielo.
Todo era un gran desorden. Nadie entendía nada, sólo reinaba el pánico en lo que hasta el día antes había sido un barrio tranquilo, al menos por las últimas dos semanas. El llanto de centenares de niños junto a sus muertos llenaba los oídos de quienes aún estaban con vida y el polvo se sumaba al olor de la pólvora y del pelo quemado para crear una cortina de confusión, terror y desconcierto. A lo lejos y por segundos, Moluku pudo ver a un pequeño que con sus ropas hechas trapo se mantenía de pie mirando a todos lados mientras a su alrededor reinaba el caos.
La carrera por salvarse terminó en una bodega escondida en un pequeño callejón. La madre de Moluku trabajaba ahí cargando sacos de harina, pues el cuartucho pertenecía a la única panadería que había en el sector. Juntos abrieron la puerta de latón que cuando se movió chilló por sus partes oxidadas, como si también sintiera miedo de lo que sucedía. Entraron rápidamente y cerraron tras ellos, para quedar en la oscuridad total, mientras la madre buscaba el viejo interruptor de la bodega.
El ruido seguía afuera y entraba por los hoyos que ya tenía la puerta, para llegar a los oídos de la pequeña familia que rogaba por no ser encontrada. Las manos sudorosas de las hermanas de Moluku se aferraron con fuerza a las de este último, intentando ahogar los gritos que aguardaban atrapados en sus bocas.
El terror y los nervios se apoderaron de Moluku y su madre, cuando una sombra paró justo frente a la vieja puerta y comenzó a repartir órdenes a alguien ubicado más lejos. El corazón del joven no daba más y en su cabeza, los recuerdos del día en que vio cómo su padre caía de un disparo a quemarropa en la cabeza revoloteaban y pasaban una y otra vez por los ojos de su mente.
Recordó los días en que nada de esto sucedía. Aquellas tardes en que su madre preparaba la comida, mientras él y sus amigos jugaban en la calle y su padre conversaba con el viejo Mankwele, el hombre más sabio que había conocido alguna vez Moluku, y que hacía cuatro semanas había sido asesinado también por las tropas rebeldes, por el sólo hecho de querer proteger una niña de once años a la que los guerrilleros usarían como prostituta hasta que muriera. Recordó también las tardes en que, producto del calor, él y sus amigos abrían la llave de los grifos y se mojaban en ropa interior, bromeando entre ellos y molestando a las muchachas que miraban divertidas al grupo donde había más de un pretendiente.
Todo eso se había acabado. No quedaba nada. Nada más que su madre a un lado y sus dos hermanas llorando en silencio y temblando de terror. Todos los recuerdos de las tardes y noches jugando y riendo, se fundían ahora con el color del miedo y el peso de saber que probablemente ese era su último amanecer.
De un momento a otro, la vieja puerta de latón dio un salto y se abrió de golpe para dejar entrar a dos guerrilleros. Los hombres miraron con agrado los sacos de harina, como dando gracias por haber encontrado tal tesoro y apuntaron sus armas de inmediato al joven que ya estaba frente a ellos, intentando tapar con su escuálido cuerpo a sus dos hermanitas.
Lo que sucedió después fue la eternidad encerrada en cinco minutos. Uno de los hombres golpeó tan fuerte a Moluku que este no pudo hacer nada antes de caer al suelo sin saber siquiera dónde estaba. Lo único que sus oídos captaban era que por fin las pequeñas dejaban salir el grito de sus gargantas y que su madre intentaba protegerlas a como diera lugar mientras rogaba entre sollozos que no les hicieran nada a ellas ni a su hijo. Uno de los dos hombres sostuvo a la mujer por los brazos y la acostó sobre un montón de sacos que había hacía el fondo del cuarto, mientras reía haciendo bromas con su compañero. Con destreza rompió la blusa de la mujer, dejando sus pechos al aire, y le subió la falda para luego violarla mientras el otro hombre descargaba una seguidilla de golpes con la culata de su rifle en el torso de Moluku.
Una vez listo, el violador tomó a la mujer del pelo, le dio un puñetazo y la lanzó a la calle, para comenzar a amarrar a las niñas que aun no dejaban de llorar. Moluku recuperó de a poco la noción de lo que sucedía y en cosa de segundos se dejó embargar por la furia de saber que su madre había sido violada. Se abalanzó como pudo sobre el hombre que lo había golpeado, pero antes de poder hacer cualquier cosa, una bala le penetró la rodilla para dejarla destrozada y de paso anular cualquier intento de su parte de luchar por lo que más quería en la vida.
Una vez afuera, el joven y su madre yacían en el suelo mientras uno de los guerrilleros subía a las pequeñas a un camión y las dejaba a cargo de otro hombre a bordo. Hecho esto, ambos guerrilleros se dirigieron a la bodega para sacar los sacos de harina, pero Moluku, ya casi sin fuerzas y aturdido por el dolor hizo ademán de ponerse de pie para volver a actuar, no sin antes haberse dado cuenta de que su madre estaba sin conocimiento.
Con la velocidad del rayo, dos balas y un flash atravesaron el aire para luego dar espacio a un segundo de silencio. Justo cuando un grupo de soldados de las fuerzas de paz entraba en el callejón apuntando a los rebeldes, el cuerpo ya sin vida de Moluku tocaba el suelo, y su madre, que había recuperado la conciencia, dejaba salir un grito de dolor y tristeza que acentuaba lo trágico del momento. Las balas de los guerrilleros habían hecho su trabajo y el flash de un fotógrafo a lo lejos, también.
Diez meses después, el cuerpo inerte de Moluku seguía en el pavimento del callejón, rodeado por los brazos de su madre y por un grupo de soldados que, después de haber acabado con los rebeldes intentaban ayudar a quienes quedaban con vida. Todo eso, toda la tristeza de la madre y el respeto de los soldados que dejaban por unos momentos a la mujer llorar la partida de su hijo, estaba presente en la fotografía captada por el hombre que también capturó el preciso instante en que las balas atravesaron el cuerpo de Moluku. Toda esa tragedia, se resumió en dos fotografías que arrancaron sólo segundos de emoción e impacto en las tranquilas vidas de los asistentes a la nueva edición de la mejor exposición fotográfica que se hacía de forma anual.
Terminado el día, diez meses después de aquel momento de pánico y dolor, las luces del salón donde se exponían los trabajos se apagaron, y dejaron al joven africano muerto en brazos de su madre, al lado de otras fotografías ganadoras de admiración y reconocimientos, pero por sobre todo, más que fotografías, historias de todas partes que contaban miles de hechos, como los que alguna vez destruyeron la familia y la vida tranquila de Moluku.
Por Pedro López Barahona
